Aprovechando la fiesta de San Fernando, quiero tratar el tema de la oración, porque, aunque pudiera
parecer exclusivo de unos pocos interesados –“Sólo para cristianos practicantes” –, honradamente creo que no:
saber ponerse en contacto con Dios, con ‘El Otro’, saber hacer silencio, y
escuchar lo mejor de nosotros mismos –tengamos la ideología que sea–, es un
aprendizaje prioritario, para que logre su madurez y plenitud humana cualquier
tipo de persona.
En “Comunicarse para
ser feliz”, defiendo que los tres pilares de la comunicación y, por tanto,
de la personalidad de todo ser humano, son la comunicación profunda con lo más
intimo de uno mismo, ese mundo desconocido de los sentimientos, que pocas veces
nos solemos contar; la comunicación con ‘los otros’, desde los dos aspectos más
claros –desde la dicotomía clásica, cuerpo y alma–, sexualidad y amor; y la
comunicación con El Otro, con lo que no se ve, con lo transcendente –tengamos la ideología que sea, como decíamos
antes–. Una persona que no tiene estructurado, situado, ese mundo –le ponga el
nombre que le ponga, repito, Dios, absoluto, vida, energía positiva–, y no haya
establecido una relación coherente con ‘ello’, no puede llegar a ser una
auténtica persona. Incluso, sus relaciones con los demás, y con él mismo,
adolecerán de estabilidad, claridad, coherencia.
Evidentemente, nadie duda de que la oración es uno de los
pilares imprescindibles del cristianismo, como de cualquier religión. Se
predica sobre ella, se intenta enseñar a orar, y se buscan los mejores medios
para que los fieles puedan orar más y mejor. Sin embargo, yo pienso que, en
general, la mayoría de los cristianos, incluidos los devotos y piadosos, sabe
muy poco y practica muy mal lo que es una verdadera y auténtica oración
cristiana.
En mi infancia, aprendí en el catecismo, escrito por el
jesuita P. Astete, que la oración es: “Levantar
el corazón a Dios, y pedirle mercedes”. Ya no entendíamos bien qué era eso
de ‘mercedes’. Se contaba que un desconocedor de todo lo eclesiástico ve salir
a un obispo de un cochazo, va haciendo una serie de preguntas sobre la
religión, y, al oír esa definición, dice: “¡Ya
sé lo que es la oración!”
Probablemente muy pocos de los lectores de este blog,
reconocerán ni recordarán aquella definición del catecismo que nosotros
aprendíamos. Sin embargo, pienso que el concepto de oración más generalizado se
parece demasiado a lo que a nosotros nos enseñaron. Por de pronto, creo que
está excesivamente unida la relación entre orar y pedir. Relación que me parece
absolutamente improcedente. Así como ‘levantar’ el corazón, dando por supuesto
que Dios está fuera y arriba. Y, por otro lado, veo muy unido ‘orar’ con su
origen etimológico: oral, de la ‘boca’, de hablar, decir. Y eso puede ser aún
más peligroso, por ser aún menos evangélico. Incluso, me atrevo a decir que la
mayoría de ‘los medios’ que usamos para rezar, perjudican más que ayudan. Mi
abuela materna, vasca por los cuatro costados –mi madre lo era por los ocho–, solía
decir, con una gran sabiduría: “¿Tú sabes
lo bueno que es rezar? ¡Pues mejor es callar!”
Debemos partir de la base de que rezar no es un fin en sí
mismo, sino un medio para algo más importante. No hay que rezar un tiempo al
día, o recitar unas oraciones determinadas, para merecer, ganar o cumplir con
Dios. La oración debe ser un modo, por el que vayamos logrando ‘conectar’ –escuchar,
sintonizar, identificarnos– con Dios. O, como decíamos antes, con lo mejor de
nosotros mismos. Que eso decía San Agustín, ya por el año 400 d. C.: “Dios es lo más íntimo a mi intimidad”.
Suelo poner un ejemplo muy luminoso: si quiero practicar un
idioma, y dedico una hora a conversar con un nativo, seguro que en un año hablo
fluidamente. ¿Cómo se puede entender que alguien diga que lleva años haciendo
oración, y no se le haya pegado nada del ‘acento de Dios’? Y hay un refrán
popular –quizá pueda parecer vulgar en este contexto–, que lo deja más claro: “Dos que duermen en un mismo colchón, se
vuelven de la misma condición”. ¿Se nos nota a los cristianos que ‘dormimos
en el colchón de Dios’? ¿Nuestra ‘condición’ va siendo más amable, pacífica, libre?,
¿nos vamos pareciendo, de a poco, pero efectivamente, al Dios en el que
creemos?
Y hago un paréntesis a este respecto, que me parece
interesante: “Cada uno acaba pareciéndose
al Dios en el que cree”, decía un sacerdote mayor, siendo yo un enano. Lo
he comprobado en muchos casos, un tanto curiosos. Un religioso anciano, que ha
pasado toda su vida ‘dándose a los demás’, y predicando el amor y la
misericordia, resulta ser, cuando te acercas a él, un puñetero picajoso,
rencoroso, violento y vengativo. Si tienes la suerte de que te descubra su
alma, te encuentras que la imagen de Dios que guarda desde su infancia es así:
puñetero, justiciero y vengativo.
Sobre este tema hay muchísimo pensado y escrito, pero aquí no
quiero pasarme ni aburrir demasiado. El jesuita Javier Melloni (Barcelona 1962)
explica la oración, en tres pasos, que me parecen acertados e iluminadores: “Un primer momento en que le cuento
brevemente a Dios mis sentimientos. Un segundo, un poco mayor, en el que
intento escuchar lo que siente Él ante ellos. Y un tercero, más largo, en que
miremos juntos las personas, las cosas, el mundo, y vayamos compartiendo
nuestros sentimientos.”
San Ignacio de Loyola decía de los jesuitas que debían ser “contemplativos en la acción”, una
mezcla de Marta y María. Sólo esta frase ha dado para varias tesis doctorales,
pues, hasta él, eran muy frecuentes las discusiones –a veces encrespadas– entre
las diversas órdenes religiosas, sobre si la entrada en la vida religiosa debía
potenciar –o reducirse a– el ‘brazo vertical’ de la Cruz de Jesús –adorar a
Dios, hablar con Jesús, como María–, o, por el contrario, siguiendo el
activismo de Marta, tenían que dedicarse casi exclusivamente a la ‘acción’, a
hacer obras de misericordia. Y es que siempre ha sido muy fácil ‘huir’ a los extremos.
En casi todos los campos del vivir, los humanos solemos
caer en los ‘ismos’: activismo, perfeccionismo, voluntarismo, fanatismo,
radicalismo. ¡Y todos son ‘peligrosismos’! Jesús decía: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Yo intento aclarar que por un
lado no es un ‘mandamiento’ –es imposible ‘mandar amar’–, sino un consejo, una
estrategia para intentar ser como él. Y, por otro, que deberíamos entenderlo,
más bien: “¡Os aviso que no podéis amar a los demás, más que como os amáis a
vosotros mismos!”
Pues hay una frase preciosa: “La medida del amor es el amor sin medida”. Pero desde la
psicología se confirma que: “La medida
del amor es única para todos: para ti, para tu pareja, tus hijos, tu madre o
Dios”. Si a ti mismo no te amas –no te cuidas, cultivas, valoras, respetas,
aceptas, toleras, comprendes, escuchas–, a los demás les podrás tener cariño,
protección o beneficencia, pero no amor. (Por eso, ¡qué poco se ama!)
Hay muchas espiritualidades, sobre todo jesuíticas, que
predican e inculcan la frase de San Ignacio: “En todo amar y servir”. O la del genial Pedro Arrupe: “Ser hombres y mujeres para los demás”.
Perfecto, precioso. Pero con la precaución de saber que ‘nadie da lo que no tiene’. Y, si, antes de ‘darte a los demás’, no te has dedicado seriamente a llenarte a
ti mismo –evidentemente, no de caprichos y chucherías, sino de valores,
convicciones, amor, libertad, sensibilidad–, es muy difícil que lo que des, les
sirva a los demás, ni te sirva a ti mismo.
Hace poco leí un artículo en el que se identificaban la
vida y obra de Teresa de Calcuta y Óscar Romero: dos personas entregadas
enteramente a los pobres, y que dieron su vida por ellos. No quisiera que se me
notara demasiado quién me cae mejor, pero creo que su vida y su obra tienen muy
poco que ver la una con la otra. La Madre Teresa se ‘preocupaba’ de los pobres,
pero, cuando hablaba con líderes políticos, religiosos y financieros
influyentes, no les ‘exigía’ que ejercieran la justicia, y no crearan más pobreza.
Monseñor Romero quería ser ‘la voz de los sin voz’, y no cesaba de predicar,
gritar, condenar, para que se cambiara la situación injusta e inhumana, que
religiosos, políticos y líderes ‘cristianos’ veían y toleraban con toda
naturalidad. Por eso –como Jesús– acabó asesinado a manos del poder
establecido.
También me dio que pensar una viñeta de un autor muy sutil,
en la que se veía a dos ejecutivos, trajeados y encorbatados, y uno le decía al
otro: “Con lo fácil que era ser católico,
¡qué difícil nos quieren poner eso de ser cristianos!”
Ignacio también recomendaba a sus hijos: “Ver a Dios en todas las cosas –y personas–,
y a todas en Él”. Con cada persona o
en cada situación que me encuentre, mi mirada transciende lo que tengo
ante mis ojos, para ver con el corazón que ahí está realmente Dios para mí; y
cada vez que me siente en la capilla ‘con Dios’, siento presentes en mi corazón a todas las personas y situaciones de mi vida cotidiana. En otro momento,
describe la oración: “Estar tranquilamente,
como un amigo está con un buen amigo”. Dos definiciones preciosas y
precisas de la oración cristiana.
Otro jesuita, con el que tuve la suerte de convivir, me
dijo en una ocasión: “La mejor –y quizá
la única verdadera– oración cristiana es experimentar –sentir con fuerza, emocionadamente–, con cierta frecuencia, que Dios me ama incondicionalmente”.
Evidentemente, eso es algo que se refiere más al corazón –se me remueven las
vísceras, la afectividad–, que con un ejercicio mental, de la cabeza.
Desde esta perspectiva, parece que
no es oración cristiana el repetir ‘oraciones’ de memoria, probablemente
pensando en otra cosa de lo que se está diciendo. Los ‘devocionarios’, con
preciosas oraciones, para los diversos momentos del día, de la vida o hasta de
la época del año, me incitan a pensar en qué diría una novia enamorada, si su fiel
amante, cada vez que le habla de sus sentimientos entrañables y entregados de
amor, abre un libro y va leyendo, al pie de la letra, lo que pone el manual: “Mi inimaginable amada, eternamente admirada y
nunca suficientemente alabada, culmen de mis aspiraciones más sublimes y
realización de mis sueños más inconfesables, . . .”. No es de creer que la
buena mujer, tardara mucho en decirle que se volviera con su relamida mamá. ¿Os
habéis preguntado qué pensará Dios, cuando nosotros recitamos bellas oraciones,
impresas en lujosos libritos de canto dorado? ¿O nuestra Madre, María, cuando,
durante media hora, sus amantes hijos repiten lo mismo 50 veces seguidas, todos
los días del año, si bien con una idea de fondo distinta cada dos días de la
semana? Me atrevo a decir que es bastante difícil pensar que estas piadosas y bienintencionadas personas ‘escuchan’ a Dios: ¡no le dan tiempo a hablar!
Desde esa misma perspectiva, aunque
con distinto modo y lugar de vida –y con todo el respeto y admiración posible–, hoy hay mucho teólogo serio que se cuestiona
el modo de vivir de las comunidades de vida contemplativa: su autenticidad
cristiana, su fidelidad al evangelio y a la vida de Jesús. Jesús nos dejó muy
claro que Dios no quiere que le adoremos a Él, si esa adoración no va
acompañada –no lleva como baremo de verificación evangélica– el servicio a los
más necesitados: “Venid, benditos de mi
Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer.” “Lo que hacías con uno de
éstos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hacíais.” –“Es que no lo sabíamos;
¡¡¡si nos lo hubieras dicho!!!” –“Pues, a estas alturas de la película,
¡¡¡debíais sabéroslo de memoria!!!”
El jesuita Papa Francisco no se
cansa de decir que los pastores deben tener ‘olor a oveja’. Para ayudar al
mundo, hay que vivir en el mundo. Para poder resolver los problemas de los más
necesitados, tienes que conocerlos muy de cerca. Es muy distinto amor a
beneficencia. Decía Gandhi: “¡Más que el mal que generan los malos, me duele más el bien que dejan
de hacer los buenos!”. Y, aunque no sé si tiene mucho que ver, me acuerdo
ahora de una anécdota que me contó una madre y me emocionó: Cuando entró a dar
el beso de ‘buenas noches’ a su niño de 7 años, se lo encontró arrodillado
sobre la cama rezando. Le preguntó, toda ingenua: “Cariño, ¡qué le pides a
Dios?”. Y se encontró con una respuesta inesperada: “¡Cómo le voy a pedir yo nada a Dios, con todo lo que él me ha dado a
mí!”. Se deduce que sus catequistas de Primera Comunión no eran nada común:
sabían y explicaban lo que es el auténtico cristianismo y la verdadera oración cristiana.
Y permitidme que termine con una
reflexión que pueda ser útil a personas de cualquier ideología, religión o
creencia. Los mismos exegetas aseguran que en estas frases –que aparecen en el
capítulo 25 del evangelio de Mateo–, no se refiere Jesús al juicio que él hará
a los suyos. Lo llaman “El juicio a las
naciones”. El juicio universal, pero no en el sentido en el que se nos ha
explicado, sino que lo que ahí se propone es válido para cualquier ser humano: “En el atardecer de la vida, nos examinarán
del amor”. O, más bien: cada día de nuestra vida, cada ser humano se esta ‘examinando’
–¡y aprobando o suspendiendo!– por medio del amor. Que amas, eres feliz; que no
amas, eres un amargado. Que vives fijándote y valorando lo que tienes, te faltará tiempo
para ser agradecido. Que sólo te fijas en lo que le falta a tu vida, vivirás
amargado y amargando.
Santa Teresa decía que el que ama
ya está en el cielo, y el que no ama ya está en el infierno. Me parece total y
universalmente válido. Nadie te premia o castiga. Eres tú mismo el que, al
elegir tu modo de vida –agradecer o echar cuentas, no hay más–, estás eligiendo tu estado de ánimo, la calidad de tu paz interior, la amplitud y
profundidad de tu felicidad.
Y termino –ahora sí–, como empecé. Lo que he
escrito de los cristianos, del rezar y de la oración, es válido para todo tipo
de personas: seas budista, ateo o protestante, si quieres llegar a la
profundidad y plenitud humana, deberás tener tus espacios de escuchar lo más
íntimo de tu intimidad. Esa vida, energía, absoluto, fuerza, madre tierra,
naturaleza, sensibilidad, que sólo se escucha en el silencio de la soledad
buscada y sonora: enriquecedora.
N.B.
Sigo diciendo, que, si quieres comentarme algo,
ponme
un correo a
fermomugu@gmaill.com
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